sábado, 11 de marzo de 2023

EL CASTILLO DE GUIJOSA

 EL CASTILLO DE GUIJOSA

Con Saturnino Calzadilla y Félix Alvira, al fondo

 

      Es Guijosa uno de los numerosos pueblos que, en tiempo pasado, pertenecieron al extenso ducado de Medinaceli, que por esta parte de la provincia de Guadalajara se extendió desde la emblemática villa soriana hasta las cercanías de Molina de Aragón, por un lado; ocupando parte del antiguo partido judicial de Sigüenza por el otro, e incluso adentrándose en el de Cifuentes.

   Sin duda fueron sus, primero señores, después condes y duques al fin, los únicos capaces de plantar cara, en cuanto a nobleza, títulos y señoríos, por debajo del siglo XVI, a los guadalajareños Mendoza, duques del Infantado, cuyos señoríos y propiedades limitaron con los de aquellos, de tamaña manera que, como ya contamos en otra ocasión, pueblos hubo en los que, como en el caso de Algora, la frontera de ambos ducados los dividió en dos.

 

  UNA HISTORIA DE GUIJOSA (Pulsando aquí)

 El Libro de Guijosa (Pulsando aquí)

 

   No fue el caso de Guijosa, tal y como hoy conocemos la población, sin duda surgida en torno a su iglesia primero y su castillo después. Guijosa, con sus hermosas torres que nos remiten a los gloriosos tiempos medievales, perteneció a la Casa de Medinaceli, después de que la reconquista de estas tierras se consolidase; que don Bernardo de Agén pusiese la primera piedra de la catedral de Sigüenza y que los reyes castellanos extendiesen sus dominios más allá de la fecunda línea que riegan las aguas del Tajo.

 

El castillo de Guijosa

   Como bien nos dejó escrito quien fuese cronista provincial, Francisco Layna Serrano, el castillo de Guijosa que hoy conocemos no puede ser más elegante dentro de su sencillez; a pesar de que cuando el Sr. Layna lo conoció, la fortaleza, o castillo, se encontraba en avanzado estado de ruina; a pesar de ello mostraba airosos muros, torres almenadas, garitones o cubos esquineros suficientes como para dar idea de lo que pudo ser en sus mejores tiempos.

   También nos apuntó el insigne historiador que, más que un castillo, bien pudo ser una casa fuerte, residencia poco menos que palaciega para sus moradores: “representativa de la antigua torre, alzada para defender una villa o granja campera, sirviendo de paso como incómoda vivienda a los señores”. Incómoda por su reducido espacio interior.

   Torres que irían dando lugar al castillo propiamente dicho. Castillo que debió de comenzar a alzarse en torno a los últimos años del siglo XIV o los inicios del XV, apuntándonos que sus dueños nunca lo llaman castillo en sus antiguos documentos, sino casa fuerte o, simplemente, casa.

   No está muy claro quien lo mandó levantar, a pesar de que todo conduce a don Íñigo López de Orozco, quien plantó sus reales por estas tierras, desde la serrana Galve de Sorbe, hasta la campiñera Hita, y aquí, en Guijosa, entre los muros del castillo, dejó sus huellas en forma de blasones, como anteriormente lo pudo hacer en el castillo de Galve, antes de que este lo reconstruyen los Estúñiga.

   El triste sino de don Íñigo López de Orozco hubo de ser cantado por los juglares de su tiempo, como buen y esforzado caballero que fue, hasta que, caprichos reales, optó por el bando equivocado, cayó en desgracia y fue ejecutado por la misma mano del rey por el que combatió, Don Pedro, a quien justa o injustamente apodaron El Cruel.

   Tras ser desposeído don Íñigo López de Orozco de la tierra, esta cayó en manos de la Casa de Medinaceli, a la que pertenecía ya en 1368, a partir de cuya fecha se concluirían las obras de las torres, caso de no estarlo.

 

Don Félix Alvira Pascual

   En la pequeña y sencilla iglesia de Guijosa, un día inconcreto del año de gracia de 1841, recibió las aguas bautismales quien con el tiempo sería uno de los más importantes banqueros y hombres de negocio de Guadalajara, don Félix Alvira Pascual. Su densa biografía nos dirá que, en su pueblo natal, y junto a su familia, dedicada a la agricultura, desarrolló la primera parte de su vida, hasta trasladarse a la capital de la provincia en la década de 1860, apenas cumplida su mayoría de edad, pasando a trabajar como escribiente a la casa de la familia Gaona, dedicada a los negocios de la banca y gestión de capitales ya que, en este tiempo, salvo la sucursal del Banco de España, no se conocían otras entidades de este tipo. La Banca Gaona gestionaba los capitales de los industriales, los grandes propietarios y, como no podía ser de otra manera, de los políticos de renombre, puesto que, en aquellos tiempos, para ser político de fama, era necesario contar con el respaldo de una buena hucha.

   Desde aquel primer oficio, don Félix pasó a ocupar puestos de mayor responsabilidad, siempre en el mundo de la banca, con familias acreditadas de Guadalajara en ese campo, hasta establecerse por su cuenta, primero como encargado de la representación de la Compañía Arrendataria de Tabacos en la capital, en la década de 1870, posteriormente, ampliando su representación.

   E introduciéndose en el mundo de la política provincial, junto a nombres como los López Cortijo de Tendilla, o los capitalinos Ceferino Muñoz y Lorenzo Vicenti.

   Primero se introdujo en la política local, siendo elegido teniente de Alcalde del Ayuntamiento de Guadalajara. Más tarde, y como representante de la Unión Resinera, se introdujo en la política del partido de Molina, al que representó durante largos años en la Diputación Provincial, dejando la representación nacional del partido para su buen amigo, el también industrial de la resinera don Calixto Rodríguez.

   Cuentan que, de la nada, llegó a ser uno de los hombres con mayor poder económico en la capital de la provincia, dejando una importante herencia a quien había de sustituirle, en el mundo de la política y los negocios, su hijo don Clemente Alvira Martín, nacido igualmente en Guijosa, y quien sí que daría el paso a la política nacional, ya que, durante largos años, como el padre en Guadalajara, representaría al partido de Molina en la diputación y, después, a la provincia de Orense en el Senado.

   También cambió de nombre el negocio familiar, la Banca Alvira, establecida en una de las mejores esquinas de la calle Mayor, pasó a denominarse, al fallecimiento de don Félix, el 12 de marzo de 1917, “Hijo de Alvira”. 


 UNA HISTORIA DE GUIJOSA (Pulsando aquí)

 El Libro de Guijosa (Pulsando aquí)


Saturnino Calzadilla Martín

   A la misma familia de don Félix perteneció don Saturnino Calzadilla, tal vez, uno de los hombres de mayor ciencia y más desconocidos en la provincia de Guadalajara. Su nacimiento en Guijosa ha pasado desapercibido para ser admirado en Valladolid, ciudad a la que marchó siguiendo a uno de sus tíos, párroco de oficio.

   Con anterioridad anduvo por tierras de Granada, donde en la década de 1870 se soltó en el mundo de las letras, desgranando poemas y entrelazando historias para la prensa granadina hasta que, concluidos sus estudios, marchó a Valladolid.

   En Valladolid se hizo hombre a todos los niveles, pasando a ser uno de los representantes de la ciudad y provincia en alguna de las Reales Academias, después de doctorarse en Teología, Filosofía y Derecho Civil y Canónico, ingresando en el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, antes de recibir el encargo de catalogar y poner en marcha el Museo Arqueológico de la ciudad, del que fue su primer Director. También fue uno de los encargados de glosar las glorias del gran José Zorrilla y elevar al Ayuntamiento el informe que consagraría al gran poeta como uno de los vallisoletanos más ilustres de los últimos siglos.

   Don Saturnino se quedó en Valladolid para siempre, tras su fallecimiento el 7 de septiembre de 1901, muy joven todavía, puesto que nació en Guijosa apenas cuarenta años atrás.

   Sin duda, nombres, los de don Félix Alvira y don Saturnino Calzadilla, a recordar junto a los muros de un castillo elegante, en una tierra prometedora: Guijosa.

 

Tomás Gismera Velasco/ Guadalajara en la Memoria/ Periódico Nueva Alcarria/ Guadalajara, 10 de marzo de 2023

 


 GUADALAJARA, FERIAS Y MERCADOS. HISTORIA DE LAS FERIAS Y MERCADOS DE GUADALAJARA (Pulsando aquí)

 

domingo, 5 de febrero de 2023

ATIENZA: LA TORRE DE LOS INFANTES

 

ATIENZA: LA TORRE DE LOS INFANTES.
Fue la torre residencial del castillo de Atienza.
El Cardenal Cisneros retuvo en ella al último mariscal de Navarra.

  
   El paso del tiempo ha legado a la historia de Atienza los restos de un castillo altanero. De una impresionante fortaleza de la que, al día de hoy, tan sólo tenemos a la vista lo que se supone fue “torre del homenaje”. Ese retrato literario que nos pinta la peñasca de Atienza como si fuese el espolón de un buque desarbolado bogando por los mares cerealistas de la Castilla milenaria. Cualquiera que se acerque a ese buque desarbolado no encontrará, al día de hoy, más que esa torre del homenaje; la reinterpretación de la entrada y sobre la base de la peña dos aljibes horadados en la roca con tracería morisca y más de mil años a sus espaldas, a punto de desaparecer por la acción del tiempo y falta de remiendo que los saque de la miseria. 





EL CASTILLO DE ATIENZA. DE FORTALEZA A TORRE. EL LIBRO, PULSANDO AQUÍ

    Fuera de la peña, sobre una terraza del terreno, lo que en tiempos fue el albacar de la fortaleza, o el patio de caballos, como en Atienza se llegó a conocer; capaz de albergar entre sus muros, a juzgar por las informaciones del siglo XIX, hasta quinientos hombres con todo su equipo.

   Y muy pocas referencias encontrará quien lo visite en torno a la “Torre de los Infantes”, o ninguna, a menos que lea el reciente libro que cuenta su historia, la del castillo y su tétrica torre. Porque los historiadores del siglo XX la han pasado por alto. 



   Fue, sin duda, el lugar más funesto, y más histórico, del recinto amurallado del castillo. Sus últimos restos desaparecieron mediada la década de 1960, cuando se reconstruyó la entrada. La torre se derrumbó parcialmente en el otoño de 1877. A pesar de aquel derrumbe, Manuel Pérez Villamil, quien la pateó dos años después, dejó escrito: “Dos años hace que vino al suelo un torreón cuadrado que debajo de la torre del SE., se levantaba y en el cual subsistían perfectamente caladas las simbólicas ladroneras de los ballesteros, formando una cruz rasgada sobre la mira circular. Este género de ladroneras caracteriza tan fielmente el tiempo de las cruzadas, que no sería aventurado suponer que los caballeros templarios u hospitalarios tuvieron grande intervención en la construcción de esta fortaleza. Fundo mi opinión en los restos de construcción que subsisten caracterizando el tipo arquitectónico de esa época, en que el estilo gótico lucha con el sajón y revela las innovaciones introducidas en la arquitectura militar por los primeros cruzados, que trajeron del Asia importantes descubrimientos. El corte de las arcadas; el tipo de los muros, la disposición de los adarves y troneras, todo está declarando su abolengo.

   Se levantaba esta torre a la izquierda de la entrada principal (conforme accedemos al recinto), formando conjunto con los cuadrones del arco de entrada, y adosada a las murallas que rodeaban la peña y que –aunque ligeramente exagerada en la interpretación-, podemos situar observando las imágenes.

Interpretación del castillo de Atienza en el siglo XVI, con la torre de los Infantes a la derecha


   La primera intervención histórica documentada debemos situarla con anterioridad a la reconquista de Atienza por Alfonso VI; ya que en ella tuvo lugar el famoso enfrentamiento a espada entre Almanzor y Galib, su suegro. Desde ella, nos cuentan los anales de la historia, se lanzó Almanzor para escapar a una muerte segura. Ocurría en torno al año 980, y regresaría poco después, vencedor en mil batallas, para destruir Atienza y con ella su fortaleza; que fue posteriormente reconstruida.

   Resulta altamente dudoso que cuando Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, atravesó estas tierras, si es que lo hizo, la de Atienza fuese la “peña muy fuort” del romancero; que fuerte peña sería, pero con castillo y murallas ruinosas, también es cierto. Debemos de entender que era poco menos que una miserable ruina, puesto que la reconstrucción total llegaría mucho tiempo después, con Alfonso VIII quien, con mucha probabilidad, al igual que sus descendientes de menor edad, dieron nombre a la “torre de los Infantes”.

   Entonces Atienza crecía por el lado opuesto al que hoy lo hace, o lo hizo. Miraba a Castilla, de donde podía venir el enemigo. Tras la reconquista comenzó a mirar al Sur y tenderse por  la ladera. La Atienza que hoy conocemos. La primitiva, la villa propiamente dicha desapareció  en 1446, tras la devastación a que fue sometida por las tropas castellanas en la guerra “de los Infantes de Aragón”. La destrucción la ordenó el Condestable Álvaro de Luna, a quien no ha mucho se le rindió homenaje en la villa que destruyó y a la que puso fuego.

A la izquierda quedan los restos de los muros de la torre de los Infantes. La entrada al recinto se reinterpretó hacía 1967

   Para entonces la Torre de los Infantes había sido residencia de Alfonso XI, en menor edad; de Enrique de Castilla, “El Senador”; de  María de Molina y, por supuesto, de cuantos reyes en Castilla fueron. Tras la guerra, y su reconstrucción, la torre sería la residencia de sus alcaides, de los Bravo de Laguna, principalmente. Lugar de nacimiento de Juan Bravo, de Luisa de Medrano, de Francisco de Segura… y de toda una pléyade de personajes que han dejado su nombre en la historia, de Castilla, de la literatura, o de la política.

   También fue uno de esos lugares que la historia cuenta y después esconde. Fue, tras la unión de reinos a través de los Reyes Católicos, una de las más tenebrosas “prisiones de Estado”.

Restos del cuadrón de la torre de los Infantes, hacía 1930.

   El primer inquilino de la torre, que se sepa, fue Diego López de Madrid, autoproclamado “Obispo de Sigüenza”, quien la ocupó junto a sus hermanos y criados entre 1467 y 1470. El último, que tengamos noticias, un caballero portugués, de nombre Don Arnaldo, quien en unión de un fraile de la misma nacionalidad fue llevado a la torre a purgar culpas en 1524, acusados ambos de “andar en tratos con Francia”. O sea, de ser espías.

   Entre medias algún obispo, o arzobispo, unos cuantos caballeros de alcurnia; el último mariscal de Navarra y, por supuesto, el duque de Calabria, don Fernando de Aragón a quien su tío, Fernando de Aragón también, mandó traer desde Nápoles con toda su corte en 1502. Sus acompañantes, nos cuenta la historia, fueron ejecutados apenas pusieron en Atienza sus pies. Años después, el duque de Calabria, convertido en virrey de Valencia, ocuparía otro castillo próximo, el de Jadraque, como consorte de doña Mencía de Mendoza. Once años pasó don Fernando entre los muros de la torre, hasta 1513 en que fue trasladado al castillo de Játiva.

   El relato de cómo era la torre nos lo dejó escrito uno de sus alcaides, Juan Ortiz Calderón a requerimiento del Cardenal Cisneros, cuando en Atienza, y en la torre, se encontraban prisioneros los principales capitanes navarros que trataron de restituir aquel trono en la cabeza de Juan de Albret en 1516. Eran estos el Mariscal don Pedro de Navarra; Juan Ramírez de Baquedano, señor de San Martín y Ecala; los capitanes Petri Sánchez y Juan de Olloquí y Yatsu, señor del palacio de su apellido; Pedro Enríquez de Lacarra; Antonio de Peralta, primogénito del marqués de Falces y de doña Ana de Velasco, defensora del castillo de Marcilla; Francés de Ezpeleta, señor de Catalaín hijo del Vizconde de Valderro; y Valentín de Yatsu. Media familia de San Francisco Javier.

Restos de uno de los aljibes, trazados con anterioridad a la Reconquista


   Aquí cabría la pregunta de ¿por qué Francisco Layna que recopiló parte de la historia de Atienza y su castillo, y los historiadores que lo siguieron, no nos hablaron nunca de esta torre? Y todos ignoramos la respuesta.

   Contaba la torre con tres plantas. La baja en la que se encontraban las celdas, en número de cuatro, con sotacámara, y ventanas con barrotes que daban a la villa, a las que se accedía a través de una escalera abierta a ras de suelo. Escalera que subía a la planta noble, con otras tantas estancias, y daba acceso al garitón, coronado por una campana que se hacía sonar en caso de peligro. Nadie, de no ser llamado a toque de aquella campana, podía acceder a menos que se arriesgase, bajo el imperio del terror impuesto por el alcaide Ortiz Calderón, a perder una mano en la ocasión primera; en la segunda una pierna y, en la tercera, la vida.

   La estancia en ella de los distintos prisioneros, es otra historia.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periodico Nueva Alcarria
Guadalajara, 25 de junio de 2017




EL CASTILLO DE ATIENZA. DE FORTALEZA A TORRE. EL LIBRO, PULSANDO AQUÍ

LA NAVE DE LOS LOCOS

 

ATIENZA: LA NAVE DE LOS LOCOS
Memoria de Pío Baroja en Atienza



   Don Pío Baroja imaginó que el castillo de Atienza formaba parte del escenario de aquel famoso cuadro de El Bosco que puso título a una de sus más logradas novelas; la nave en la que los locos navegaban con su torre del homenaje como vela, a través de los campos de Castilla. 


   A estas alturas del tiempo a pocos se les escapaba la rivalidad que hubo entre Baroja y Galdós, en Atienza también, y después de leer y comparar la obra de ambos, no me cabe duda de que a Pío Baroja le hubiese gustado en algunos momentos de su vida literaria trocarse por Pérez Galdós. Ambos fueron testimonio de una época que legó a la literatura española un buen puñado de obras narrativas en las que la historia cercana es parte importante.

    Parte importante de la historia del siglo XIX fue también Atienza. El siglo XX terminó por darle la puntilla, después del último tercio de maltrato del siglo anterior. A pesar de ello no pasó desapercibida para los grandes intelectos que en algún pasaje de sus obras de historia novelada quisieron incluir el nombre de Atienza. 



   Centró Pérez Galdós una parte de sus Episodios Nacionales en tierra de Atienza. Para los recelosos siempre quedará la duda de si don Benito llegó a hospedarse en Atienza.

   Algunos testimonios señalan el lugar de su cobijo, y cierto es que se cruzaron cartas entre el consistorio de Atienza y Pérez Galdós cuando este, previo paso a su visita, trató de cerciorarse de algunos aspectos de la historia. Curioso sería al día de hoy conocerlas. Existir, existieron. Del mismo modo que se conserva la casa de Calixto Lázaro Chicharro, cedacero del barrio de Portacaballos, donde residió don Benito por espacio de unos días.

   Galdós y Baroja fueron dos, hubo muchos más. La villa, cuando Galdós y Baroja la introdujeron en sus obras formaba parte de la novela creada a la carrerilla por el conde de Fabraquer. Y formaba parte de la obra del “Dumas” español, Manuel Fernández y González.


   Baroja, quien también pateó Guadalajara, y recorrió las calles de Atienza en varias ocasiones, alojándose en la Posada del Cordón, sacó la villa a pasear al hilo de las guerras carlistas, tan presentes en su obra, y en “La Nave de los Locos”, con la figura del general Gómez por bandera. A Gómez y sus cañones, cuenta la tradición, se deben algunos agujeros horadados en las murallas atencinas, verídico o no es cosa que habrá de ponerse en cuarentena.

   Tampoco Baroja nos lo desvela, ni en su obra, escrita por 1924/25, ni en aquel otro viaje que le llevó a recorrer los caminos del General, por el otoño de 1934. No preguntemos, su paso no quedó registrado en los anales de la villa, aunque él nos lo cuente y retrate con esa severidad que únicamente don Pío sabía reflejar. Y tan escrupulosamente retrató la villa y su sociedad que no podemos dudar de que, efectivamente, estuvo allí y se sentó ante los veladores del Casino de Sociedad.

   Nos presenta Baroja a nuestro pueblo a través de un curioso personaje de doble oficio, procurador de los tribunales, y anticuario. Un personaje que, a pesar del tiempo transcurrido, pudiera ser cualquiera, al día de hoy:



   Comieron en la mesa redonda, y en la comida apareció un procurador y anticuario de Atienza, llamado don Matías Raposo, que venía a tratar de negocios…

   El señor Raposo, hombre de unos cincuenta años, pequeño, gordito, ya cano, afeitado, con anteojos, un poco barrigudo y con la sonrisa maliciosa, hablaba con ingenio…

   La silueta de Atienza en la obra de Baroja en poco difiere de la que conocemos a través de otros autores, no olvidemos que nos encontramos en el primer tercio del siglo XX:

   Al día siguiente domingo, fueron los cuatro a Atienza y comenzaron a ver al mediodía la silueta grave de aquella ciudad, asentada sobre un cerro, bajo una aguda peña coronada por el castillo. El día estaba frío y el sol pálido iluminaba los tejados grises del pueblo.

   Al llegar, el señor Raposo se marchó a su casa, García de Dios se despidió y el Mantero y Alvarito fueron a hospedarse a la posada llamada del Cordón, por ostentar en su portada un gran cordón de relieve tallado en la piedra sillar y varias inscripciones góticas.

   El Mantero preguntó maliciosamente al dueño de la posada por el señor Raposo, y el dueño les dijo que el procurador era de una roña y de una avaricia increíbles”.

   Y continúa:

   Al parecer, el señor Raposo resultaba hermano espiritual del licenciado Cabra, y el posadero contó detalles de la sordidez del procurador, que más que de avaro parecían de loco.

   Después de comer, el señor Raposo se presentó en la posada para ofrecerse a acompañar a Alvarito por si quería ver el pueblo y el castillo. Sin duda, el procurador deseaba lucir sus conocimientos arqueológicos.

   Salieron de la posada. La tarde estaba desapacible, fría; corría un viento helado. Cruzaron varias calles, y al subir hacia el castillo, en la cuesta, vieron a un cura sentado en el repecho con un bastón en la mano, en actitud pensativa. Era un hombre de cara sombría y desesperada.

   Tras el encuentro con el cura, accedieron al castillo:

   Subieron al antiguo castillo, levantado en el cerro, sobre una roca caliza, y Alvaro escuchó las disertaciones del procurador. Le mostró los muros, las puertas, la plaza de armas, los arcos y los torreones.

   Desde lo alto del castillo explicó el señor Raposo la extensión antigua del pueblo, hasta dónde llegaban los distintos barrios y dónde caía la judería. Como hacía frío allá arriba, Alvarito no preguntó nada, y a la menor insinuación del señor Raposo de bajar al pueblo, aceptó, y fueron los dos a refugiarse en el casino de la plaza. Más de lo que contó el procurador, le impresionó a Álvaro aquella figura trágica del cura sentado sobre una peña en la tarde helada. ¡Qué estampa para La nave de los locos! 



   Entraron en el casino del pueblo, que ocupaba el piso principal de un viejo caserón de la plaza. Para el señor Raposo regía la costumbre inveterada por principios de no tomar nada más que cuando le convidaban, y Alvarito le convidó”.

   Algo muy habitual en aquella alta sociedad atencina de hidalgos venidos a menos y funcionarios de visera y anteojo, y que continuó a lo largo del tiempo. La alta sociedad, los funcionarios y chupatintas de su tiempo siempre fue muy mirada en aquello de pagar los convites.

   El Casino se abrió a finales del siglo XIX. Allí pasó don Pío ratos agradables en su última visita a la población, en 1934.

   No nos faltan el mercado, la lluvia, aquellos personajes envueltos en humo de los viejos cafés, algún que otro dicho, y el embrujo de saber que Atienza también vive en la obra de aquel gran escritor que fue Pío Baroja, por cuyas venas corría sangre alcarreña, por Tendilla.

Tomás Gismera Velasco
Periódico Nueva Alcarria, Guadalajara, Viernes, 14 de julio de 2017

ANGÓN Y EL CASTILLO DE YÑESQUE

ANGÓN Y EL CASTILLO DE IÑESQUE



   Que igualmente ha pasado a la historia como “castillo de Inesque”, situado, nos dicen las antiguas enciclopedias, como a media legua del lugar de Angón. Entre esta población y las aguas del embalse o pantano de Pálmaces. Hoy diríamos que se encuentra a unos dos kilómetros y media de la puerta del Ayuntamiento de Angón, desde donde se puede ir perfectamente en vehículo por uno de esos caminos que conducen, a través de los campos, a cualquier parte.

   Claro está que si se pregunta a cualquier vecino del pueblo de Angón por el castillo, mirarán escépticos a quien lo haga, antes de aclarar que del histórico edificio no queda sino una informe mola de piedras que, sobre un cerro, señalan su ubicación.



   Angón es uno de esos pueblos que en la actualidad, apartado de cualquier camino o carretera principal dormita al sueño de la tan traída y llevada “España vaciada”. A pesar de que es un pueblo hermoso, bien urbanizado, limpio, con aires serranos y que se asoma al valle del río Cañamares. En tiempos todavía no muy lejanos, incluso después de que se abriese la carretera que ahora le queda a trasmano, y que condujo a las diligencias desde Madrid a la frontera de Francia, las diligencias daban su correspondiente rodeo para entrar en Angón, como lo hacían con sus vecinos Pálmaces o Negredo. Todos ellos mirándose a la cercana sierra de La Bodera, o la estampa no muy lejana de los cerros de Atienza, a cuyo común pertenecieron, mucho antes de que los reyes, caprichosos ellos, desgajasen de las tierras de Atienza las de Jadraque, y con las de Jadraque las de Angón, para entregárselas al manirroto, que diría Francisco Layna, de Gómez Carrillo de Acuña quien, a su vez, y contradiciendo lo que el rey le ordenó, las traspasó al Cardenal Mendoza a cambio de Maqueda y algunas fruslerías más.

   Para entonces ya se había levantado, en lo más alto de Angón y dominando el caserío y el valle, una de las iglesias más significativas del románico de estas tierras, de la que en la actualidad apenas quedan unos retazos y la portada, una de las portadas románicas más curiosas de las habidas por esta, que es tierra en la que el románico se muestra en todo su esplendor.

   Sobre la clave de la entrada, en su arco más exterior, de los tres que la forman, ornamentados con rosáceas y bolas, tallaron los canteros las figuras de los padres Adán y Eva, en considerable desproporción de formas, a la moda de los siglos XII o XIII. Eva cubriendo sus vergüenzas con la clásica hoja de parra; Adán, con ellas colgando. Formando el conjunto uno de los más hermosos tapices rocosos de los pueblos  del entorno. La piedra ha resistido la embestida de los tiempos, que ni la han mellado ni la han desbastado, como con otras sucede. Quizá porque la piedra sea buena, de las canteras que sirvieron para alzar algún que otro muro de la catedral de Sigüenza. Cuentan que la de Angón era todavía mejor piedra que la de Oncerruecas, de donde se llevó para la construcción del palacio de los duques de Guadalajara.

   Decía nuestro ilustre académico don Manuel Pérez Villamil que la piedra de Angón es caliza muy fina y fácil de trabajar con la cual están labrados los mejores monumentos platerescos de la Catedral de Sigüenza. Su finura es tanta que algunos han pensado que se trataba de estuco; sin embargo, pruebas hechas, y además las cuentas de aquellas obras, existentes en el Archivo del Cabildo, han demostrado que estas piedras proceden de Angón.

   Como las piedras de la primitiva iglesia, sin duda. Y de la que se levantó después, a la moda del siglo XVII, grande como un día sin pan, y a la que se dotó de un retablo acorde a su grandeza, que talló para admiración de los siglos el retablista arandino Juan de Arauz, quien tanto se dejó ver por estas tierras en los últimos años del siglo XVII y los inicios del XVIII, antes de que en Sigüenza, en 1714, se despidiese del mundo.

  ANGÓN Y EL CASTILLO DE IÑESQUE. UN LIBRO QUE NOS TRAE LA MEMORIA DE UN PUEBLO, Y DE UN CASTILLO. CONOCE MÁS, PULSANDO AQUÍ

   Nunca fue Angón tierra de apretada población. En tiempos de finales del medievo, cuando se llevó a cabo uno de aquellos censos de la Corona de Castilla, por el 1530, sus vecinos no llegaban al medio centenar, que hecha la suma y resta nos da algo así como 130 almas, sin contar los párvulos. Número de habitantes que subió y bajó conforme a los tiempos y las epidemias, que tenían la mala costumbre de diezmar a los pueblos cuando menos se esperaba. Tras una de aquellas, de fines del siglo XVI, en el siguiente, el Censo de la Sal que ordenó la real Majestad de don Felipe IV para mandar a sus súbditos la cantidad anual de sal que debían obligatoriamente consumir, Angón resultó con un censo poblacional de 160 almas, y con 1.429 cabezas de ganado de toda clase y uña, con lo que se ordenó al municipio un consumo anual de 39 fanegas con algunos celemines.

   Las cercanías de Hiendelaencina, Robledo y La Bodera lo hicieron crecer un poco en población cuando en el siglo XIX explotó la fiebre de la plata, que también llegó a estos lares, donde se abrieron y cerraron no menos de una docena de pozos, de carbón, hierro y plomo argentífero, que entonces se denominaba. No hicieron rico a nadie, ni a don Isidro Encabo que fue el primero en registrar explotaciones, ni a don Baltasar Dol, que vino de Francia en busca del sueño español, ni mucho menos a don Eugenio Altuna, quien se empeñó en que bajo la Senda de la Sestoreja, se encontraba un filón de oro; quizá por ello dio a su explotación un nombre prometedor: “La Esperanza”.

   Por aquellos años, los del sueño de la plata, Angón alcanzó su mayor número de habitantes. A poco más y llega a los cuatrocientos, veinte veces más de los que hoy tiene, que apenas supera la docena, y continúa siendo un pueblo hermoso, elegante, bien urbanizado y limpio, en el sexmo del Henares, de la tierra de Jadraque.


El Castillo y poblado de Iñesque
   Que también podríamos denominarlo Inesque, como anteriormente señalamos. Sucede que el castillo, y la tierra que lo rodea, pertenecen al municipio de Atienza desde más allá de los tiempos medievales por una de esas curiosidades que a los reyes se les ocurren. Y Al rey que cedió la tierra al festón Carrillo se la cedió sin el castillo y el poblado que lo rodeaba, que continuó perteneciendo a la villa de Atienza.

   El nombre de Iñesque viene dado porque así se denomina en los últimos documentos oficiales del Ayuntamiento atencino, cuando su entonces alcalde, don Vicente Castel Izquierdo, requirió a sus vecinos, en la década de 1940, para que se pusiesen al día en aquello de los pagos de la contribución. Los vecinos de Iñesque no eran los únicos que no estaban al día en los pagos, los del despoblado de Recuencos, que no encontramos por parte alguna, tampoco. Entonces, cuando lo del requerimiento y señalización catastral, en 1946, a Atienza únicamente pertenecían los lugares anexionados ya dichos de Recuencos, Iñesque, y el vecino Bochones, que trató de escapar a la jurisdicción atencina para unirse a Casillas y la autoridad gubernamental no se lo permitió.




   Cien años atrás, en 1856, cuatro vecinos de Angón, con tierras limítrofes con las de Iñesque, requirieron de la superioridad que se pronunciase de una vez por todas y procediese al amojonamiento de aquellas, ya que al parecer el consistorio atencino se desentendía de ello, limitándose a ingresar los 265 reales anuales que cobraba por la renta de las tierras. Lo curioso es que para sustentar el pleito contrataron a don Cándido Gómez, que a la par que se manejaba en el mundo judicial, hacía oficios de secretario para el consistorio de Atienza.

   Para entonces ya había desaparecido prácticamente el castillo de Iñesque, del que cuenta la historia fue uno de aquellos que se levantaron para controlar las fronteras, cuando los reinos de Castilla las tenían con los reinos moros.

   A pesar de que lo principal de sus muros lo derrumbaron los navarros que se asentaron por aquí en aquella casi interminable guerra de los infantes de Aragón, que despobló por diez años la real villa de Atienza; sus cimientos, y la espesura de sus muros nos indican como fue su recinto, prácticamente cuadrado con torres redondeadas esquineras y fuerte muralla en derredor. Basilio Pavón Maldonado le da una planta de sesenta metros cuadrados.

   Sus piedras, es seguro, sirvieron de cimiento para otras construcciones. Dejándonos en mitad del campo el recuerdo de un castillo imaginado, en los alrededores de una hermosa población que nunca viene mal descubrir.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 10 de enero de 2020